
A ver si comenzamos a darnos cuenta de cómo está montada la máquina del engaño contínuo, señores.
En Facebook se han ido implementando más y más divertidas distracciones, como es el caso de otro tipo de iconos más allá de los «me gusta» y el posterior «dedo abajo» que sólo había al principio, ***con el fin de que la gente sienta que ya ha realizado todo acto posible en relación a lo que ve, ese acto que viene a ser convertido inconscientemente en sólo un simple y fácil gesto de pulsar un botón de un icono simpático o animado***.
Sin embargo no nos damos cuenta de que la verdadera importancia de una idea se mide por su grado de compartición y difusión, no por los «me gusta». ¿No os dáis cuenta del engaño, de la manipulación? Si te gusta de verdad algo porque lo consideras bueno ***lo mejor que se puede hacer con ese algo es compartirlo con los demás***, no dejarlo quieto ahí para que nadie lo vea, eso sí con un montón de iconitos pegados como si fuera un árbol de navidad en un rincón que aunque tenga luces nadie ve, más que los dueños de la casa.

Así pues, olvidaos del engaño de los «me gusta» para tranquilizar la conciencia. Sólo compartid y seréis eficaces para con las ideas que os parecen adecuadas.
De hecho, si nos gusta verdaderamente algo lo lógico sería compartirlo de inmediato. Ésa es la mejor prueba de que nos gusta. Poner un «me gusta» y no compartir lo gustado resulta cínico y parece que la persona que lo hace se ha acomodado demasiado a la falsedad de la sociedad en que vivimos, lo que no es nada sano.
Compartiendo cosas buenas contribuímos a crear un mundo mejor del que beneficiarnos. Poniendo iconitos y no compartiendo la idea sólo contribuímos a que nadie más conozca esa idea y a que el mundo se pierda la oportunidad de mejorar con nuestra ayuda.
Somos más importantes de lo que nos quieren hacer creer.» [Agustin Barahona]

«El título de cabecera resume un grave problema bidireccional que debido a la nueva normativa de la Adminsitración española –leyes 39 y 40 de 2015, que sustituyen presuntamente a la antigua 30 de 1992 que reunía competencias de ambas– a vamos a sufrir todos, pudiendo llegar a situaciones muy graves –que ya están siendo planteadas tanto por grandes juristas como por juristas de a pié, de lo evidentes que son–, y este pequeño artículo sólo pretende alertar de ello, una vez más –no es el primero que escribo a este respecto ni el último que escribiré o escribiremos varias personas interesadas en que todo se haga bien hasta que la Administración corrija la situación, con el fin de poner en aviso a mis compatriotas informándolos de la realidad con la anticipación debida–.
Con el sistema tradicional de correos en papel todo el mundo podía garantizar que todas las fases y condiciones impuestas para que tuviera lugar conforme a norma la transmisión de una información oficial –una notificación, una entrega documental, un requerimiento, etc…– se dieran. Dicha petición de garantías mínimas era definida por las normas de entonces de un modo impecable, mostrando que el legislador –salvo por pequeños y lógicos flecos en principio imprevisibles– había sido extremadamente lógico y cuidadoso teniendo en cuenta todas las posibles situaciones previsibles a la hora de fijar su texto normativo.
En especial, el legislador había previsto con lógica que hubiera modos de demostrar que una persona había enviado una carta a la Administración utilizando para ello los registros oficiales, donde había funcionarios que no sólo daban fe de la entrega sino que también hacían copia del documento sellado in situ, que era entregada al depositario para que pudiera probar el acto institucional, por lo que quedaba constancia oficial de dicho procedimiento. Y en el destino siempre había un correspondiente sistema de correos igualmente judicializado que seguía unos protocolos parecidos cuyo fin era también que el destinatario recibiera lo enviado y que se pudiera dar fe de ello en función de la voluntad inicial de aquél. En esas condiciones, prácticamente lo único que podía impedir que el procedimiento legal pudiera ser eficazmente cumplido era que alguien supiera qué cartero iba a entregar el documento que no se quería que llegara a destinatario y secuestrárselo al funcionario de correos. Pero aún así, bastaba con que el funcionario diera parte de lo ocurrido para que se emitieran de inmediato copias que de nuevo llegarían al destinatario aunque sólo fuera con un pequeño y justificado retraso, que siempre era tenido en cuenta por el sistema judicial. El sistema era, podríamos decir que, perfecto.
Sin embargo, y para abreviar e ir directamente al grano –porque las implicaciones del problema que el nuevo legislador ha puesto en marcha son densas y complejas–, el sistema actual no garantiza lo que la lógica básica aristotélica obligaría a garantizar –a veces incluso de forma escandalosa y, a pesar de saberse, el legislador lo ha dejado así–.
Es decir, uno puede estar seguro de que ha enviado un correo electrónico a alguien guardando en su ordenador copia de dicho correo de un modo que conocemos las personas versadas en informática y, por lo tanto, puede dar más o menos fe de que tal envío se produjo –aunque sólo a petición de un juez, no como antes que era automático e inmediato–. Pero no puede asegurar que la recepción de dicho envío se produjo porque España no dispone aún de medios oficiales al alcance de todo el mundo para que esto pueda hacerse en todos los casos y además, a diferencia de lo que ocurría con el Servicio de Correos que era un servicio garantista que ponía el Estado a nuestra disposición, en la actualidad hemos de buscarnos nosotros mismos los medios para que lo que la norma obliga a hacerse pueda demostrarse que se ha hecho de verdad, lo cual es injusto, porque no todo el mundo dispone de los medios adecuados en todo momento ni tiene obligación ética de disponer de ellos ni de saber manejarlos, puesto que no están en la educación básica de todas las generaciones –y me atrevería a decir que tampoco en las más modernas, por lo que conozco–. Es más, mientras que era punto menos que imposible falsificar el proceso de transmisión garantista del Servicio Estatal de Correos, en la actual situación cualquier chaval con un poco de formación o acceso adecuado a los sitios críticos de internet puede aprender a falsificar el proceso sin dejar ni huella en circunstancias normales –ya sabemos que huella siempre se deja en informática, pero para que pueda averiguarse se requieren circunstancias nada habituales–.
En resumen: uno puede demostrar que envió algo pero no puede tener constancia alguna de si se recibió o no, ni es oficialmente obligatorio disponer de medios que puedan dar fe de la recepción ni obligatorio que el receptor de fé de su recepción, de hecho. Es más, como más arriba esbozaba, hay cosas que se piden al ciudadano que son imposibles. Por ejemplo, es aristotélicamente imposible en lógica demostrar la inexistencia de algo –en jurismo se traduce a la famosa prueba diabólica— pero según las normas actuales, dada la presunción de veracidad de la Administración, es uno mismo el que tiene que demostrar que no le han enviado algo si la Administración dice que sí se le ha enviado, lo cual es, como cualquier persona sensata puede comprender, IM-PO-SI-BLE. Incluso aunque la administración hubiera enviado honestamente lo que dice haber enviado –no debería ser de ningún otro modo, aunque ya vemos en los medios de comunicación todos los días que una cosa es lo que debería ser y muy otra lo que es– cualquiera de los aparatos intermediarios en el proceso de transmisión en España podría haber dejado de funcionar o haber malfuncionado y no habría forma de saberlo en condiciones normales. Incluso peor, porque nuestro ordenador de recepción podría haberse estropeado en el momento de la recepción y haber perdido el envío para siempre y no saber de ningún modo que tal envío se había producido, por lo que nuestra no respuesta a lo que quiera que el envío nos demandara habría sido entendida como nuestra voluntad de no responder, cuando en la realidad ni siquiera seríamos conscientes de todo el evento y por lo tanto tampoco podríamos demostrar que no ocurrió, como se entiende que la ley actual reclama.

Para que la faceta telemática de estas nuevas leyes pudiera haberse aplicado en España del modo en que su texto requiere tendríamos que tener de base todos unos sistemas de seguridad y redundancia como los de la NASA. Y sin embargo la internet aún no ha llegado siquiera a todos los rincones de nuestro país [!!!]. Esa discronía anacrónica ni siquiera ha sido tenida en cuenta por el legislador [!!!]. En los países donde el desarrollo y uso de la internet son tan escasos como en España la implantación de los sistemas telemáticos en la administración ha de ir haciéndose muy gradualmente, por pasos muy bien estructurados, facilitados por el Gobierno que es a quien corresponde dotar a los ciudadanos de los medios para que puedan cumplir las normas. Un Gobierno serio y honesto no puede pedir a sus ciudadanos cosas que sabe de antemano que no pueden darle porque no los ha dotado de los medios necesarios para poder cumplir los requerimientos. Un Gobierno que requiriese a los ciudadanos cosas que sabe que no pueden darle sería algo mucho peor que un gobierno déspota: sería un gobierno delictivo, porque la implantación de unos requerimientos a sabiendas imposibles de realizar correctamente sólo se habría hecho para que a río revuelto haya ganancia de pescadores. Y viendo la realidad diaria creo que todos ustedes me entienden perfectamente.

Así que prepárense o bien a luchar para que el legislador cambie las cosas injustas –y que finalmente ese legislador seamos los ciudadanos, que somos los que deberíamos tener el poder legislativo– o bien para padecerlas.
Hay modos mucho más lógicos y securitantes de hacer que España entre en la era digital y son tan fáciles de realizar e implementar con lógica que llama la atención que España haya elegido no hacerlos y obligar a los ciudadanos a cosas a las que en teoría no debería obligarlos y a pedir cosas imposibles. Por lo tanto este caos impuesto legislativamente no puede ser casual.
En siguientes artículos yo mismo u otros del grupo de información ciudadana al que orgullosamente pertenezco seguiremos informando, cada vez con más detalle. Estén atentos.
[Por cierto, desde estas líneas saludo amistosamente al Profesor Chema Alonso y le doy las gracias por su tiempo y su maravilloso trabajo de divulgación y educación informáticas sobre los aspectos de seguridad –y otros varios tan interesantes o más– del sistema mundial en que nos hallamos, a pesar de que España no quiera enterarse –como siempre–, porque de ese modo se puede ayudar mejor a que todos sean conscientes de la realidad, que es, me parece, la encomiable y emulable intención didáctica que siempre le guía. Un sincero y amistoso abrazo. Y a todos los que colaboráis en estas mismas lides otro gran abrazo y mis más sinceras gracias.] » [Agustín Barahona]
Véase también al respecto:
La obligación de comunicación telemática sin medios ni garantías.


«Efectivamente, sólo podemos pedir cortesía para nuestros errores cuando la ofrecemos a quienes corrigen los nuestros.
Pensadlo despacio, porque no es un recíproco directo sino oblicuo.
Lo que quiere decir es que no es cuando nosotros somos corteses con los errores de otros cuando podemos pedir cortesía para con los nuestros –si fuera así el mundo acabaría en un caos de cortesías erráticas y erradas de horrorosos errores– sino que esa cortesía sólo ha de ser recíproca con nuestra capacidad de aceptar honestamente ser corregidos de buen grado, sin hacer dramas, porque tengamos la convicción sapiencial de que es la situación idónea para que todos podamos seguir aprendiendo y mejorando el mundo.
Es más, generalmente las personas que muestran abiertamente ser capaces de aceptar las correcciones que otros les hacen son personas a las que esas correcciones nunca se les hacen con agravio o enfado sino con la convicción de estar realizando una buena labor caritativa y educativa a alguien que reconoce dicha labor.
Y así el mundo podrá seguir evolucionando de un modo inteligente.
Quienes dicen que hay que ser indulgentes con los errores ajenos para que el prójimo sea indulgente con los nuestros sólo están proponiendo sin darse cuenta una absurda canallada que empeora el mundo.» [Agustín Barahona]