Como el resto de las producciones complejas del universo, el ser humano como tal es un muy complejo «fenómeno emergente» (así denominado en filosofía de la ciencia a toda característica o conjunto de las mismas que posee un conjunto sistémico que no poseen por separado sus elementos integrantes, como por ejemplo, la estabilidad en cualquier plano que adquiere un trípode mientras el eje de gravedad no salga de su base, estabilidad de la que carecen sus tres patas componentes por sí solas) del desarrollo y conexión de la vida de todas sus células y sistemas, fenómeno que a su vez está formado por una gran cantidad de «propiedades y sub-propiedades emergentes» combinadas sistémicamente.
Por lo tanto, mientras no se da el fenómeno emergente que en sí mismo constituye el ser humano no hay ni puede haber un ser humano detrás. Repito: no hay ni puede haber un ser humano detrás.
El primer paso para que pueda darse, por todos conocido en la propia antropología y en lo empírico y clínico, es que su capacidad cerebral y su sistema nervioso –que es lo primero que puede caracterizar al ser humano como tal en lo cotidiano– estén mínima y operativamente desarrollados y conectados por completo formando una sola unidad funcional que pueda estar intra e interconectada, con sí misma y con el mundo, pues, de otro modo, no sería más que un conjunto de vidas celulares camino de constituir o no el primer punto de conexión para que se produzca el fenómeno emergente complejo que llamamos «ser humano».
Es por estos motivos lógico-argumentales verdaderos, en el estado en que se presentan y completamente verificables y constatables, que no se puede producir realmente aborto alguno de ningún ser humano antes de determinado statu quo mínimo y necesario de las células y sistemas del feto.
Me pregunta un religioso:
¿Qué me dices de las personas que dan testimonio de haber salido de sus cuerpos durante alguna especie de pérdida de conciencia o muerte repentina para ver como sus familiares u otras personas las reaniman y luego vuelven a contar lo que vieron?
Y siempre contesto a esto con mi frase predilecta:
«¡Los caminos del Cerebro son misteriosos e inescrutables!»
[© Agustín Barahona]
«SI NO HUBIERA TENIDO UNA FE ABSOLUTA EN LA ARMONÍA DE LA CREACIÓN NO HUBIERA TRATADO DURANTE TREINTA AÑOS DE EXPRESARLA EN UNA FÓRMULA MATEMÁTICA»
(Einstein; cit. en 1943; Hermanns, Einstein and the Poet: In Search of the Cosmic Man, 1983:61)
«Para expresar lo que con descripciones realistas precisas nos cuesta expresar solemos usar del maravilloso arte en sus variadas expresiones, particularmente a través de la poesía, pero eso no quiere decir que debamos tomarnos al pié de la letra lo que, de haber sido real y completamente expresable, no habría necesitado de ser descrito por la poesía como única escapatoria. La poesía no está hecha para ser tomada como la etiqueta de un inventario, sino para producir una profunda reacción emocional en nuestro interior que nos permita quizá acercarnos un poco más a lo que el artísta necesitaba decir y, sin embargo, no podía.
Por ello precisamente, y atendiendo esta hermosa frase atribuída a Albert Einstein, hemos de tener en cuenta que, por propia definición, no se tiene ni se puede tener fe en lo que se puede observar para analizar y convertir en fórmulas matemáticas. Cuando se habla poéticamente, como hacía Einstein en muchísimos casos –era también artista y gustaba expresarse como tal en público, además de con su violín–, y éste es claramente uno de ellos, se cometen todas las licencias y retruécanos propios de ese modo de expresión. Sin embargo, cuando se habla científicamente es justo lo contrario: sólo puede usarse de las definiciones privativas inambiguables.
El que realmente tiene fe, el que realmente cree, está llenando un hueco con algo inventado, en lugar de investigarlo para completar correctamente el puzle del que forma parte. El significado privativo –que es «propio de» y no se cruza ni comparte con ningún otro– de «creer» ni es cualquier cosa que a uno le apetezca ni algo baladí. Creer es «dar por cierto algo de lo que no se tiene certeza, sin conocerlo directamente o sin que esté comprobado o demostrado». Al llenar el hueco del puzle con algo inventado dejará de percibirse el hueco y se perderá para siempre la posibilidad de ser consciente de que ahí falta una pieza real. Porque, lamentablemente, creer no es ni conjeturar contrastivamente, como se hace en ciencia, ni confiar en que algo que sabemos que funciona de un modo determinado siga funcionando así mientras nada se lo impida. No. El acto de la fe, el creer, es un acto necesariamente irracional, por excelencia o antonomasia.
En resumen, como ya he dicho en muchas ocasiones, a pesar de que como artista pueda a veces intentar usar de la poesía allí donde de momento no me llega la ciencia, como científico uso significados unívocos, lo que me obliga a usar siempre los significados «privativos», que son los que en el cruce de campos semánticos con otros términos, supuestamente equivalentes en alguna medida, quedan fuera de todos los demás. Por tanto, el único significado posible del que puedo –y debemos– estar hablando para el término «creer» en este contexto religioso propio del término es su significado privativo que ya antes he mecionado («dar por cierto algo de lo que no se tiene certeza, sin conocerlo directamente o sin que esté comprobado o demostrado»). Hacerlo de otro modo mezclando y creando anfibologías y enredos semánticos sólo favorece a charlatanes, predicadores, apologistas y políticos, por el propio refrán que dice que «a río revuelto…» Y precisamente por eso, debido a la necesidad artística expresiva de Einstein ha sido manipulado hasta la extenuación.
Para conocer realmente el mundo hay que manejar siempre ideas claras y contrastadas que no puedan ser ambiguadas por conveniencia. Y mientras manejemos el significado privativo de creer no habrá nunca problemas ni confusiones artificiales que permitan a personas deshonestas utilizarlos en provecho propio.»
[Agustín Barahona]