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«Nunca he sido ni seré partidario de la violencia gratuíta. Tan sólo, como la mayoría de la humanidad, y sólo como mal menor y en último extremo, de aquella que nos permite defendernos y defender a los nuestros de otras violencias que se nos imponen. Y si es sólo disuasoria mucho mejor: los animales muchas veces enseñan sus armas al posible enemigo –colmillos, garras, etc.– para no tener que usarlas. Elevar el volumen de la voz en determinados momentos y no en otros se debe igualmente a motivos atávicos en el ser humano para los que venimos programados de un modo natural. Cientos de veces en nuestra vida comprobamos que elevar el volumen de la voz voz o gritar es necesario o bien porque observamos que alguien a quien queremos va a cometer un acto grave cuya inmediatez requiere de un fuerte golpe de voz para captar una atención y conciencia inmediatos que de otro modo no habría surtido efecto o bien porque sabemos que en la sordera conciencial del receptor sólo el volumen de la voz produce las reacciones adecuadas o bien porque consideramos que es mucho mejor el desahogo de un muy previsible grito para el que lo recibe –y que, por ello, si lo desea, podría haberlo evitado– que el permitir que la exasperación pueda llevarnos a situaciones más violentas. En todos los casos es la educación la que nos permite dirimir la pertinencia, conveniencia, dosificación y grado de uso. Y debemos hacer partícipes y beneficiarios de esa educación a todo el mundo.

En estos días circula por internet un texto que dice: «los gritos no educan, ensordecen el corazón, cierran el pensamiento, destruyen el respeto y te vuelven violento, sólo entorpecen la paz.». Sin embargo, sin entrar ahora a analizar si es o no cierto lo que afirman esas líneas –que así expresado no lo es–, el texto no enseña a diferenciar entre elevar un poco el volumen de la voz enfáticamente y gritar, que son dos cosas distintas, ni tampoco a saber cuándo es legítimo hacer una cosa u otra, pues eso significaría que dependiendo de los decibelios –de si algo no puede ser considerado como grito–, el acto sería legítimo, en vez de dependiendo de su función, que creo que es el criterio para poder decidirlo. Si enseñáramos equivocadamente a nunca elevar el volumen de la voz en ningún contexto estaríamos enseñando la mansedumbre ante lo erróneo, ante lo malo, ante lo perverso, es decir, estaríamos enseñando a quedar indefensos ante las injusticias y situaciones de la vida que  requieren que elevemos nuestra voz para poder ser oídos; y todo ello por la falsa asunción de que con todo el mundo se puede razonar y hay tiempo para ello, cosa que no siempre es cierta, pues la mayoría de las veces la inmediatez, la urgencia, es un requerimiento –la historia, como la oportunidad, no espera– y además no todo el mundo desea razonar sino, la mayoría de las veces, simplemente salirse con la suya, aunque perjudique con ello a muchos.

Por ello quizá al mentado texto le falte una única frase condicional para poder ser realmente útil y justo:  «los gritos, cuando no son necesarios,…». ¿Es lícito pues usar como último recurso allí donde sea necesario la violencia de los distintos grados de elevación de la voz –es decir, su graduado ímpetu o fuerza excepcionales– contra la palmaria violencia de la ignorancia y la deseducación?» [Agustín Barahona]

marzo 21, 2014 a las 12:44 pm por Agustín Barahona
Categoría: Humanismo, Reflexiones
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