«¿Quién guarda al guardián? Éste era en esencia uno de los problemas que se plantea Platón en su obra fiolosófico-política «La República», recogido por Juvenal en la locución latina Quis custodiet ipsos custodes?
La solución que propone Platón es acorde con la mentalidad e idiosincrasia de los seres humanos de aquellas épocas pretéritas pero que en la actualidad no tendría cabida alguna. En resumen, venía a decir que había que hacer sentir a los guardianes que eran mejores que aquellos a los que guardaban y que debían cuidarlos como una especie de hermanos mayores, así como que los guardianes debían ser formados en una aversión al poder o los privilegios, que debían ser constituídos como incorruptibles y que debían ejercer su competencia por deber y no por esperanza de ninguna recompensa.
No obstante, aunque pueda parecernos irrealizable, en su planteamiento ya planeaba el espíritu de la solución más adecuada y competente para este grave y trascendental problema de la humanidad, como intentaré explicar seguidamente de un modo exclusivamente esquemático, sin profundizar aún en toda la problemática que subyace en el detalle.
Aunque la historia ha dado desde entonces muchas vueltas, el problema sigue siendo exactamente el mismo. Si se corrompe aquella institución, ya sea persona física o jurídica, en la que depositamos la responsabilidad del control de que todo se ejecute correctamente en una unidad social, ¿qué hacer?
Después de llevar mucho tiempo revisando el tema he llegado a la conclusión personal de que quizá podría resumirse todo del siguiente modo.
La única solución es que la depositaría de tal alta confianza no debería nunca residir en sólo unas manos. Jamás. Por muchos motivos, pero quizá los más evidentes sean que cuanto más se diversifica la posibilidad de corrupción más difícil es que ésta se produzca y de que, además, pueda producirse en todos los individuos constituyentes de dicha institución a la vez sin que al menos uno de ellos pueda denunciar al resto ante la ciudadanía. Una denuncia basta para poner a todos sobre aviso de la corrupción. Así pues la pregunta platónica habría que reformularla ahora en ¿quién guarda a los guardianes?
Pero con esta medida no garantizamos que la catástrofe no pueda ocurrir, sino que sólo le ponemos importantes trabas que puedan hacerla visible a cámara lenta y quizá por ello controlada a tiempo. Efectivamente, si se da una situación de corrupción o una situación en que conveniencias sociales puedan hacer tomar la errada decisión a todos los guardianes a la vez –lo cual ya es difícil pero no imposible– de que para salvarse de unas malas consecuencias deben hacer algo en contra de la ciudadanía no habría modo de parar la debacle.
Por eso hace falta un tercer elemento que sirva para triangular el sistema de garantías y que resida en un estamento ajeno que no sea beneficiado ni perjudicado por las cosas que son beneficiados o perjudicados los guardianes. Ese elemento es la asociación de todos los ciudadanos juzgando si los actos de los guardianes se atienen a las propias normas que dicen defender. Esto ya nos explica el por qué al menos tienen que existir estos mínimos estamentos para poder mantener el equilibrio justo todo lo posible en una sociedad. Es decir, en esta sociedad definida hasta ahora los guardianes dictaminarían colegiadamente que debe hacerse algo y la colegiatura del pueblo debe poder analizar si la decisión de los guardianes se ajusta a derecho.
Con esto podemos ir ya viendo que el secreto para una sociedad estable y justa reside en un determinado número de estamentos independientes que puedan vigilar simultáneamente que los otros estamentos se ajustan a las leyes y que lo hacen del modo en que se ha determinado hacerse. Lo que nos lleva a la última consecuencia.
Si ninguno de esos estamentos tiene la educación adecuada para saber comportarse y saber qué es realmente justo, incluso en los casos de extrema dificultad y gravedad ninguno de los mecanismos de distribución, difusión de responsabilidades e intervigilancia serviría de nada, porque la decisión que se tomara, al no estar informada y formada por el conocimiento lógico-científico de la realidad podría ser errónea. Es aquí donde surge la imperiosa necesidad de que todos los ciudadanos que formen parte del control del buen funcionamiento social han de ser ciudadanos educados realmente, a los que se haya dotado de las herramientas adecuadas para poder juzgar críticamente cualquier situación de un modo lógico, racional y bien contrastado.
Y en este punto ya podemos comprender, ver y entender con suma claridad la necesidad de la verdadera Educación no sólo como algo cultural o formativo imprescindible a todos los ciudadanos de una sociedad, sino como el estamento determinante que forma e informa los otros estamentos con la mayor de las responsabilidades. Si no fuera independiente podría ser manipulado por los otros y debido a su importancia germinal tal manipulación destruiría por completo el mismísimo sistema social sumiéndolo en el peor de los oscurantismos: el que no se nota. Además es a este estamento a quien corresponde, debido a sus conocimientos y expertise, la elaboración de las leyes que afectan a todos, pues es el que de entre todos los estamentos reúne las mayores garantías para la elaboración de normas justas basadas en un conocimiento real y probado de la realidad.
Por eso, la respuesta al problema que planteó Platón hace cerca de 25 siglos fue, es y seguirá siempre siendo la misma. ¿Quien guarda al guardián, quién guarda a los guardianes y a los guardianes de éstos?: la Educación real –única que permite constituír realmente al guardían ideal platónico– que permita tomar decisiones libres de la tiranía de nuestras irracionalidades, siendo conscientes de cómo funciona el mundo al nivel que nos hace falta para saber el lugar que tenemos en él y el futuro que queremos labrar para toda la humanidad.» [Agustín Barahona]
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